"El Mal de Goya", por Francisco Tobajas
Goya salió un buen día de Zaragoza malhumorado, con la cara enrojecida por la ira y la mirada perdida, mientras daba un sonoro portazo a la puerta de sus afectos, maldiciendo su suerte. Toda la culpa la tuvieron los canónigos del Pilar, que no supieron ni quisieron entender aquel cielo pintado en una de las cúpulas del templo. Desde entonces y siempre que concurren ciertas condiciones desfavorables en esta ciudad de la ingratitud, Zaragoza, un extraño y desconocido mal ataca las pinturas de Goya. Cuando estas condiciones dejan de ser desfavorables, el mal desaparece sin dejar rastro.
En este extraño fenómeno sólo han reparado los estudiosos y los especialistas en la obra de Goya. Para los visitantes y simples turistas, este mal de Goya pasa casi desapercibido.
Pero contemos las cosas desde el principio tal y como vinieron a suceder, aclarando que en esta historia no me invento casi nada, pues todos los datos y situaciones están suficientemente estudiados y contrastados.
Hacía mucho tiempo que Zaragoza quería contar con un Museo dedicado a Goya, pero cuando se tomaba la decisión no había presupuesto, y cuando se disponía de dinero, no se contaba con el espacio deseado. Pero ocurrió que, al conseguirse para la ciudad la organización de la Exposición Internacional de 2008, los políticos de turno hallaron medios y ocasión favorables para tirar la casa por la ventana, retomando el viejo proyecto del espacio de Goya. Nadie pensó ya en el lejano rincón de Goya, sino en otro edificio cercano al Museo de la ciudad, la Escuela de Artes. Y claro, todos los alumnos y algunas organizaciones ciudadanas se pasaron al bando contrario. Intervenir en un edificio centenario protegido no suele ser del gusto de todos, porque primero no es del todo legal, segundo no es nada fácil y tercero no es ni mucho menos barato. Pero los políticos son gentes que ponen las normas para no cumplirlas. Y, además, tampoco aceptan de buen grado las críticas, pues siempre creen que ellos nunca se equivocan.
A pesar de todo y de todos, los responsables o irresponsables de la cultura, que nunca se sabe, idearon un costoso plan para vaciar la Escuela de Artes y llenar aquel inmenso espacio con el inmenso espíritu de Goya. Paredes y techos, retratos y espectros, verdades y mentiras, ilusiones y realidades, gratitudes e ingratitudes, venturas y desventuras de Goya, todas juntas. Goyaventura, tal cual.
Y a golpe de decreto se hicieron las cosas. El desafío era morrocotudo. Repartir la docena y pico de goyas, que tenía entonces bien guardados y en propiedad la Diputación, en más de catorce mil metros disponibles, era empresa de valientes o de locos de remate, según se mire. Aquel proyecto cultural con mayúsculas parecía a vista de todos una locura política más, un gesto de vanidad, un arranque de tozudez, o las tres cosas a la vez.
Así que en el Pignatelli se formó de inmediato un grupo de trabajo, que se dedicó exclusivamente a la busca y captura a cualquier precio, de cualquiera de las pinturas de Goya que salieran al mercado, con el fin de ir llenando como fuera este nuevo espacio vacío dedicado al pintor. Por dineros no sería, que ya se sacarían de donde fuese menester.
Para lavar la cara a la vieja y ya centenaria Escuela de Artes, se llamó a un arquitecto extranjero de mucho nombre y postín, que hizo suyo el proyecto y llenó el espacio vacío de Goya con muchos espectros y buena voluntad.
Y las salas, que se habían quedado a la fuerza vacías de alumnos, continuaron vacías durante los largos meses de obras, para acabar también vacías, después de pintadas y repintadas. Con mucho cuidado se fueron colocando todos los cuadros de Goya, que se habían conseguido reunir hasta entonces a golpe de talonario, dejando espacio para las nuevas adquisiciones, que no tardarían en llegar, llenando el vacío restante con otras sombras de otros goyas. La extraña y moderna pasarela ideada por este arquitecto de renombre comunicó museos, estancias, vacíos y espacios, aunque desde un principio produjo mucho vértigo, sobretodo en el presupuesto.
Y así llegó el día de la solemne inauguración con sol y cierzo, como debe ser. Los políticos se hicieron las fotos de rigor. Las autoridades civiles, militares y eclesiásticas no quisieron perderse aquella ocasión y todos fueron puntuales.
Pero el cierzo, que había inaugurado con fuerza el espacio vacío de Goya, cumplió su octava sin ceder. Nadie pareció darse cuenta, pero un buen día el conservador de aquel museo tan vacío, cayó en la cuenta que los rostros de los retratados por Goya comenzaban a tomar un color extraño. Las mejillas iban adquiriendo un tono rojizo y los personajes se iban poniendo, poco a poco, rojos como un tomate. Al principio el conservador del museo lo achacó a la luz de aquel día, pero al día siguiente se asustó todavía más y llamó alarmado al responsable de Cultura del Pignatelli, para pasarle la responsabilidad. Vaya trago.
El conservador del museo, un tanto perplejo y apurado, contó al responsable político que a la pintura de Goya le atacaba un mal extraño, que hacía enrojecer el rostro de aquellos retratados por el pintor. Al conocerse el alcance de la noticia, aquel mismo día se mandó cerrar por precaución el espacio vacío de Goya y se abrió una urgente investigación, para dar con aquel mal desconocido que atacaba a su pintura.
Y hasta allí fueron acudiendo muchos expertos en pintura, llegados de los cuatro puntos cardinales. Los primeros en llegar aún pudieron comprobar que los rostros estaban extrañamente enrojecidos, pero este sofoco fue poco a poco desvaneciéndose y al cabo de unos días, la pintura de los rostros volvió a su coloración habitual. Aquel caso traspasó fronteras e interesó vivamente a todo el mundo, fueran entendidos en arte o no. Aquello que ocurría en el nuevo espacio vacío de Goya era muy extraño y nadie acertaba a darle una explicación racional y convincente. Incluso alguien pensó que pudiera deberse a una maldición, o a una broma de algún gracioso, quizá un alumno despechado, por tener que asistir a las clases de Artes en el nuevo edificio del Actur. Pero faltaban las pruebas.
En el Departamento de Medio Ambiente andaban aquellos días muy atareados. Todo eran reuniones y más reuniones. Por eso ningún funcionario estaba en su despacho y a todos los ciudadanos que iban a hacer diligencias, los despachaban con el pretexto de aquel desconocido mal de Goya.
Un buen día acudió una señora de Calatorao, buscando la solución a su grave problema. Un hongo terrible estaba atacando los maderos de su casa. El hongo podía ser invasivo y podía haber atacado ya todos los maderos de aquella villa, incluso de toda la comarca y después de toda la provincia, saltándose luego las fronteras regionales y aún nacionales. Pero aquel día se juntaron el hambre con las ganas de comer. Ningún técnico estaba en su puesto, nadie le daba explicaciones y la buena señora, con razón, comenzó a despotricar contra todo y contra todos.
-Bueno, bueno, así que aquí nadie quiere saber nada de lo mío. Pues yo no me voy de aquí hasta que no me atiendan como se debe. Estaría bueno.
-Señora, no se puede venir al Pignatelli a pasar tan ricamente la mañana, que tenemos mucho trabajo y, aunque no lo crea, mucho más grave e importante que el asunto que le trae a usted. Así que váyase o llamo al guardia de seguridad.
-Vaya por Dios, qué modales, qué manera de acosar a los ciudadanos, y los hongos y los males libres a la buena de Dios. Yo no puedo marcharme a mi casa tan tranquila, sin saber si el hongo en cuestión es el Serpula lacrimans o no.
-Váyase y vuelva usted mañana o pasado mañana, para ver si alguien sabe algo de su hongo.
Y la señora de Calatorao tuvo que volverse a su lugar con su hongo y con su enfado. Si Larra levantara la cabeza...
Los estudiosos y los técnicos redactaron sus correspondientes informes, pero ninguno fue concluyente. Algunos echaban la culpa a la contaminación, al aire acondicionado, a la gripe, a los diversos virus que portaban los visitantes, a las ondas de los teléfonos móviles, a la falta de lluvia... O sea, a pequeñas causas que provocaban todas juntas o por separado, el cambio en el tono de la pintura de los rostros retratados por Goya. Los informes tampoco explicaban fehacientemente la causa por la que este enrojecimiento de los rostros iba decreciendo paulatinamente, hasta desaparecer unos días más tarde.
Pronto se reabrió de nuevo el espacio vacío de Goya con mucha afluencia de visitantes. Todos querían ver de cerca aquel extraño prodigio goyesco, pero todos salían decepcionados al comprobar que aquello no era para tanto.
Incluso hubo quien dijo que aquel museo estaba encantado. Y se pensó en el enfado que los canónigos del Pilar habían causado en el ánimo de Goya. Y todo fueron historias sin historia, madejas sin lana, encantos sin encanto.
Varios especialistas en ciencias ocultas se dieron cita en aquellas salas medio vacías, pero sus explicaciones y conclusiones tampoco convencieron a todos.
Parecía que la tranquilidad había vuelto otra vez al museo, cuando un buen día los rostros pintados por Goya comenzaron de nuevo a enrojecer, poniendo a todo el mundo sobre aviso. Los especialistas volvieron a estudiar este raro fenómeno. Y otra vez comenzaron las discusiones, las opiniones y las impresiones. Hasta los más escépticos creyeron que podía deberse a alguna causa sobrenatural, porque los ojos de los retratados parecían inyectados de sangre. Pero aquella rara cualidad comenzó a desvanecerse poco a poco y como por ensalmo, como si se tratara de una suerte de sarampión pictórico pasajero.
Mientras duró la Exposición Internacional, el estrenado espacio vacío de Goya estuvo casi más tiempo cerrado que abierto. Durante todo este tiempo, los especialistas recabaron información, tomando buena cuenta de las medidas diarias de contaminación, temperatura, viento dominante, nieblas, lluvias, fríos y número de visitantes. Todos estos datos compusieron un dosier enorme, que fue pasando de mano en mano, sin que nadie encontrara una relación causa efecto. Pero un joven funcionario interino cayó pronto en la cuenta que el enrojecimiento en el rostro de los retratados coincidía con la llegada del cierzo a la ciudad y con las visitas de políticos y eclesiásticos al museo. Como quería ascender pronto en el escalafón, lo puso en conocimiento de sus superiores, pero nadie le tomó en serio. Aquellas conclusiones eran del todo disparatadas en el siglo que se vivía. ¡Cómo iba a reírse la consejera al conocer las conclusiones de la investigación! Aquello no era serio ni mucho menos convincente, pero había que comprobarlo.
Y así el mismo día de la clausura de aquella Exposición Internacional de Zaragoza, se volvieron a dar cita en el museo todos los políticos y demás autoridades civiles y eclesiásticas. Para aquel día del adiós se iba a presentar al público el último cuadro de Goya, que la Diputación había adquirido para llenar el espacio vacío dedicado al pintor. Se trataba de un autorretrato de Goya, que se había comprado a última hora pagando un ojo de la cara, rebasando con creces lo ofrecido por un museo americano. Y en aquella ocasión, todas las autoridades regionales y aun nacionales llenaron aquellas salas casi vacías, para ver colgado el nuevo cuadro de Goya. Mientras se hacían los honores al nuevo cuadro adquirido, todos los rostros de los retratos comenzaron a enrojecer muy rápidamente. Entonces volvieron a saltar todas las alarmas. El edificio se evacuó en pocos minutos, las salas quedaron vacías y a una temperatura constante, y el museo se cerró inmediatamente. En todas las calles de la ciudad soplaba un cierzo destemplado y más frío que nunca.
La versión del funcionario interino se había confirmado. El enrojecimiento de los rostros de los retratos de Goya, aunque no se sabía aún a ciencia cierta a qué causas se debían, se agravaba con la llegada del cierzo, de los políticos y de los canónigos del Pilar.
Se trataba pues de una maldición en toda la regla. Por internet se pasó una información no oficial que aclaraba que aquel mal de Goya se debía a una alergia benigna, producida por dos curiosos parásitos, hasta entonces desconocidos, que se bautizaron como Acojonapoliticus Pignatellii Goyescus y Meapilus Pilarensis Goyescus.
Desde el día de la clausura de la Exposición Internacional del 2008, ningún político en activo, ni canónigo en su sano juicio, ha querido volver a pisar aquel espacio medio vacío dedicado a Goya, donde sus visitas, si coinciden con el cierzo, producen estas graves consecuencias. Y nadie los echa en falta.
Los responsables del espacio casi vacío de Goya saben que siempre que sopla el cierzo, las puertas y las ventanas del museo, sean de salas, oficinas o almacenes, deben cerrarse de inmediato al viento, a los políticos y a los canónigos, para evitar que vuelva a aparecer en los rostros de los retratados ese mal de Goya, esa extraña alergia que producen el Acojonapoliticus Pignatellii Goyescus y el Meapilus Pilarensis Goyescus.
Si Goya levantara la cabeza dejaría escapar una sonora carcajada a la aragonesa, al conocer este extraño mal de sus pinturas. Pero yo lo hago por él, vaya que sí.
3 comentarios
Carmencita Descalza -
Curiosa -
Marianin -